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Hotel Avenida en Vidago

Lo bueno es el peor enemigo de lo mejor”, esa frase escrita en la mejor de mis caligrafías era la principal decoración de una habitación de dos metros cuadrados en la que tenía todo lo que necesitaba. Mi pequeño universo se componía de una cama de ochenta centímetros, una mesilla con dos cajones, unas perchas en las que colgar mis uniformes y un pequeño espejo colgado sobre un lavabo en el que me arreglaba para dar la mejor de las imágenes a los huéspedes del Hotel Avenida, el lugar en el que trabajaba catorce horas al día con una sonrisa en los labios. A pesar de lo duro que fuera a veces el trabajo me sentía agradecida de formar parte de esa gran familia que era el hotel.

hotel avenidaUna familia en la que cada semana la mayoría de los miembros cambian con la llegada y salida de nuevos huéspedes. Las mejores familias de Portugal lo elegían para pasar sus vacaciones, pero también llegaban turistas europeos y americanos, ellos eran mis clientes favoritos. Me gustaba observarles y escuchar como hablaban en idiomas tan distintos al mío. Así fue como aprendí a defenderme con el francés, el inglés y el español que era el que más fácil me resultaba; gracias a que escuchaba sus conversaciones, muchas veces sin que se dieran cuenta, y otras, si conseguía la osadía para ello, pidiendo que me enseñaran unas pocas palabras.

Así fue precisamente como conseguí que un reverendo americano que se alojó durante tres semanas en el hotel dedicara un ratito cada día a ayudarme a aprender algunas frases en inglés que me fueran útiles en el trabajo diario, pero no fue lo único que me enseñó. También me contaba historias sobre los lugares que había visitado en los cinco continentes ejerciendo su labor de misionero. Lugares que yo no sabía ni señalar en un mapa, pero que me hizo viajar a ellos a través de sus palabras. Yo, que nunca había salido de Vidago, el pueblo en el que nací, paladeaba cada uno de sus relatos sintiendo en el fondo que para mi no eran más que ciencia ficción, ya que jamás podría visitarlos.

Esa actitud no le gustaba nada al reverendo y precisamente por él está escrita esa frase en la pared de mi cuarto “The good is the worst enemy of the best”. Leerla cada día me recordaba sus historias y me animaba a ser mejor en todo, aunque fuera en hacer camas, planchar manteles o fregar platos, me esforzaba en ser la más rápida y eficiente. A pesar de que mis compañeras se burlaran de mi por ello diciéndome que no por eso iba a ganarme un aumento ni a salir nunca del hotel para recorrer el mundo que me habían descrito y que idealizaba en cada segundo que tenía libre.

Soñar es gratis y por eso intentaba hacer oídos sordos a los comentarios negativos esperando que “lo mejor” llegaría gracias a mi esfuerzo.

El hotel tenía ochenta habitaciones de lujo muy diferentes a la mía. Tenían grandes armarios, unas vistas espectaculares del jardín, incluso contaban con su cuarto de baño privado con bañera. Una noche en una de esas habitaciones costaba 21.000 escudos, más que mi sueldo de todo un año. Cada detalle se cuidaba esperando que quien eligiera disfrutar de las aguas termales de Vidago eligiera el Hotel Avenida en lugar de otros de los hoteles que también ofrecían estancias de lujo en el pueblo y que habían abierto sus puertas a la vez que el nuestro. Y digo el nuestro aunque no sea mío ni un ladrillo del hotel, porque he vivido en él desde que tenía 14 años, y aunque no lo viera abrir en 1910, para mi es lo más parecido a un hogar. Un hogar en el que conozco cada uno de sus rincones: sus jardines, la bodega que no estoy autorizada a visitar pero que me encanta hacerlo y ver todas esas botellas de aguardiente tan bien ordenadas en sus estantes, la enorme cocina desde la que las cocineras se afanan cada día en ofrecer lo mejor de la gastronomía portuguesa a los huéspedes, las habitaciones con sus grandes ventanales, la oficina con la enorme caja fuerte de hierro fundido que me gusta imaginar que oculta más de un tesoro y no solo las joyas y el dinero que los huéspedes quieren proteger, el bar, el salón que tiene una luz perfecta en cualquier hora del día gracias a sus ventanas y a sus lámparas, las despensas llenas de olores y sabores, o, mi parte favorita, la escalinata que te encuentras al entrar por la puerta principal.

Siempre me imagino bajándola igual que lo hacen las damas que se alojan aquí, con un vestido largo y rojo, y mis maletas esperándome en la puerta para hacer lo que ellos pueden y yo no, salir por esa puerta para conocer sitios distintos más allá de los límites del pueblo.

Esa fue mi rutina durante dos décadas hasta que todo empezó a cambiar. Las reservas de los clientes habituales empezaron a decrecer y las nuevas eran aún menos. Vidago dejó de ser el lugar de moda para la clase alta portuguesa que empezó a encontrar más elitista viajar al extranjero que a un pequeño pueblo del norte del país.

Desde las ventanas del hotel, que se encontraba frente a la estación, veía como los trenes ya no llegaban llenos y que otros hoteles del pueblo iban cerrando poco a poco para siempre por no poder afrontar los altos costes que supone mantener abierto un hotel de lujo. Hasta el Hotel Vidago Palace, nuestra competencia directa, cerró de un día para otro sin explicaciones.

Y eso mismo le ocurrió al Hotel Avenida poco después. Tras meses sobreviviendo con el hotel casi vacío, y tras haber tenido que prescindir de la mayoría del personal, también tuvo que cerrar sus puertas para siempre, y con él, se cerraban también las puertas de mi hogar. El día que lo abandonamos no recogimos nada, todo quedó exactamente igual como si al día siguiente fueran a llegar nuevos huéspedes: las camas hechas, las mesas puestas y las alacenas llenas.

Con 34 años y sin haber salido nunca de Vidago recordé lo que el reverendo me enseñó y no acepté el puesto que me ofrecieron en un restaurante del pueblo. Me fui a buscarlos sueños que llevaba toda una vida posponiendo y que se habían acabado las excusas para seguir haciéndolo.

Hoy escribo estas líneas desde la que fue mi habitación hace tantos años que ya he perdido la cuenta, y que aún conserva su cama, su lavabo e incluso su frase en la pared… desde lo que hoy es un hotel fantasma que parece haberse quedado estancado en el tiempo y que para mi, siempre será mi hogar, aunque hoy para el mundo no sea más que uno de los hoteles abandonados más famosos de Instagram.

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