Así fue mi encuentro con una de las líderes de la comunidad indígena wayuu en La Guajira, la región más pobre de Colombia.
Cuando me monté en el antiguo jeep que me llevaría desde Punta Gallinas, el corazón de La Guajira colombiana, hasta Rioacha no imaginaba que iba a compartir el camino con una de las líderes de la comunidad Wayuu.
A un lado del camino, vestida con un vestido de colores y con un par de mochilas en la mano esperaba que alguien pudiera llevarla a la ciudad más cercana para venderlas.
En su piel curtida por el sol se podían intuir los años de experiencia que le había dado la vida, en una comunidad dura, en la que el alma y el cuerpo envejecen más rápido.
La Guajira es una de las regiones más pobres de Colombia, tan bella como problemática debido a su escasez de agua y los pocos recursos que el gobierno invierte en ella. La comunidad indígena wayuu que habita esa zona desde hace varios siglos no ha visto una gran evolución en su vida durante ese tiempo ya que carecen de agua potable y tienen un acceso escaso a la electricidad. Eso es lo que les ha hecho una comunidad luchadora, como se ve que lo es ella.
En las apenas dos horas que dura el trayecto por el desierto nos cruzamos con varios peajes improvisados de esos que querrías pagar siempre y a la vez te rompe el corazón hacerlo. Son niños wayuu que cruzan una cuerda en mitad del camino esperando que los coches llenos de turistas extranjeros paguen con dulces o comida, a cambio de pasar por su improvisada barrera. Una actividad muy peligrosa, ya que los conductores no siempre paran y su vida depende de que suelten esa cuerda a tiempo. A veces esos niños no están solos, sino que también hay adultos que les acompañan.
Ella, una de las líderes de su comunidad, les dice que se aparten, que no hagan eso y nos explica que es mejor no parar y no darles nada para no seguir fomentando una práctica tan peligrosa. Para ella la culpa no es de los niños, sino de los padres que lo permiten.
En su pueblo los recursos son escasos, pero ella mantiene a su familia tejiendo, principalmente mochilas, pero también hamacas, pulseras o mantas. Siguen las técnicas ancestrales y gracias al trabajo de sus manos, a dejarse la vista punto a punto en esos tejidos llenos de colores, es capaz de mantener a sus hijos y nietos.
Todas las mujeres wayuu aprenden a tejer desde muy pequeñas. Cuando tiene su primera regla es el momento de empezar su formación que consiste en más que juntar en hilos sino en “aprender a tejer la vida, tejer los sueños”.
La comunidad wayuu es un matriarcado y las mujeres aprender también a ser la base de su comunidad. Las mujeres son las que la mantienen unida, y las que como ella, son líderes, se encargan de velar del bienestar de todos, no solo el de su familia.
Cada mochila que va a vender por 50000 pesos (unos 15 euros) le lleva varios días de trabajo, pero también le proporciona lo suficiente como para poder vivir hasta volver a vender las siguientes mochilas que vuelva a tejer. Algo que no deja de hacer ni cuando vamos en el jeep conversando con ella y saltando entre los muchos baches del camino.
Cuando llegamos a nuestro destino y nos despedimos de ella, me di cuenta de que no había entendido lo que era esa comunidad durante la semana que pasé en ella; me di cuenta de que solo desde los ojos de esa señora de sonrisa permanente a pesar de lo dura que es su vida entendí un poco como es la realidad de La Guajira.
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